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Mostremos
unas cuantas definiciones: Poder que
gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho; potestad, facultad,
legitimidad; prestigio y crédito que se reconoce a una PERSONA, o institución, por su legitimidad, o por su calidad, y
competencia en alguna materia.
Y
ahora otras tantas acerca del Poder:
Dominio, imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o
ejecutar algo; gobierno de un país; mando sobre haciendas, lugares, PERSONAS, animales o cosas.
¿Son lo mismo, o similares,
estos dos términos? Aparentemente sí, pero,… la realidad es otra.
Deambulamos en una civilización/sociedad
que consiente un relativismo deforme y degenerado, consecuencia de una
pretérita sociedad amordazada, doctrinaria y dictatorial; como, en su momento,
fue en el caso de la española. A día de hoy la inseguridad campa a sus anchas y
en el ambiente se barruntan tiempos lúgubres y oscuros. Mires por donde mires se observa una reclamación
constante de derechos pero, a la vez, una dejadez ruborizante acerca de las
recíprocas obligaciones. Ante tal panorama se hace necesaria la recuperación de
la Autoridad (en mayúsculas) como una
solución perentoria e ineludible.
El concepto de Autoridad, desde los orígenes de la
humanidad hasta la actualidad, deviene desde la base hasta alcanzar la cúspide
del Poder; siempre de abajo hacia
arriba. Cuando es a la inversa, es simple Poder.
Hay que partir de la premisa que, la Autoridad,
no es propiedad de ideologías, religiones, sociedades, gobiernos; ni de
cualquier tipo de grupo, mínimamente, jerarquizado.
¿Son las actuales
democracias (occidentales) las culpables de la quiebra de la Autoridad? Me temo que... ¡sí!
El problema sobreviene de
la deficiente base estructural de las actuales administraciones, consecuencia
de una falta de legitimidad, provocada por males de sobras ya conocidos:
- Abuso del Poder.
- Opacidad en la gestión pública; ineficaces organismos de autocontrol.
- Deficiencia de democracia participativa (proactividad).
- Reparto del Poder entre miembros del clan (nepotismo; “digitocracia”).
- La “meritocracia” está desterrada de los consejos de gobierno.
- No existe la “cultura” de la dimisión; todos los afectados, en casos flagrantes de corrupción, se aferran al Poder como “gato panza arriba” ¿por qué será?
- Etc.,…
La noción de Autoridad surgió, en la Roma Clásica, como oposición al de Poder. El Poder es lo efectivo. Una voluntad se aplica a otra por pura imposición de la fuerza. A diferencia de la Autoridad que se encuentra, en esencia, unida a la Legitimidad, Dignidad, Calidad y Excelencia de un Organismo o PERSONA. Por lo tanto, el Poder no tiene por qué contar con el vasallo. Se impone, sin más; siendo, el miedo, el efecto resultante a esta inarmónica y desequilibrada relación. Por el contrario, la Autoridad tiene que provocar respeto, sobreviniendo en un estado de asentimiento y en una valoración positiva del mérito y un porte en la admiración, a quien reconoce una expresa Autoridad. Por lo que es, desde el Respeto, dónde se debe precisar la Autoridad; que no es más que la condición fundamentadora de este Valor Universal. El Respeto a la Autoridad se asienta en una legítima y equilibrada reciprocidad instituida en la excelencia de las dos partes que la componen: quien practica la Autoridad y quien la reconoce como tal.
Éste es el verdadero
significado, que aún conserva el término, cuando venimos a decir: “es toda una autoridad en física cuántica”. De igual modo que se ha desnaturalizado
con la subsiguiente muestra: “un policía
es el representante de la autoridad”. Si el Poder es merecedor, e indiscutible, nada hay que rebatir. Pero, en
cambio, en un régimen absolutista, las fuerzas de seguridad, se mudan en actores
del Poder; en definitiva: de la
fuerza. Sucediendo, de igual manera, con la Autoridad del Estado: sólo la adquiere cuando es genuino y equitativo;
en el caso opuesto es un simple elemento (activo y cómplice) del Poder.
Luego, la percepción de Autoridad, nos sitúa en un estado de Eficacia, Equidad, Excelsitud y, sobre todo, de Dignidad.
Por todo ello, tenemos la obligación moral de recuperar la base fundamentadora
de este conjunto de Valores Universales que forman, y sustentan, una auténtica
democracia.
En síntesis: la Autoridad, es, principalmente, una condición
de la PERSONA asentada en la propia Virtud.
¿Por qué a lo largo de la
historia se han sucedido personajes que, a igualdad de rango (Poder) respecto a otros, han ostentado más Autoridad? Precisamente porque han mostrado
un “Plus
de Calidad”, es decir: de Virtud.
No obstante, y por proyección,
también, la Autoridad, se designa a los organismos
principales, por su función social, como: el Estado, el Sistema Judicial, la Enseñanza,
la Familia. En esta situación, la Autoridad
no es la acción del Poder, sino el
respeto motivado por la Dignidad del
cargo. Y esa Dignidad actúa de dos formas
disparejas:
- Unge de Autoridad a quienes integran parte de esa entidad, para que puedan cumplir con sus labores. Por todo ello, los progenitores, docentes o jueces merecen respeto «institucional».
- Pero, al mismo tiempo, esa Dignidad asignada por el cargo, les obliga a merecerla y a obrar en consecuencia. En definitiva: el deber, irrenunciable, a ser un Profesional ¿Y qué se halla detrás del Profesional? La PERSONA.
Como se observa, el concepto
patrón de Autoridad, nos integra -¡a
todos!- en un modelo de Excelsitud y
Valía. Por esta vertebradora
cuestión todas las colectividades deficientemente igualitarias acaban repudiando
la llamada Autoridad, porque les
cuesta aceptar los múltiples escalafones de conductas y creen que respetar a
alguien es una iniquidad antidemocrática. Se emplaza, así, una democracia prosaica, basada en el Poder, en vez de una insigne democracia,
basada en la aptitud y el respeto. Por este motivo, y no otro, la crisis de Autoridad es una crisis de la
democracia.
¿Qué se debería hacer?
Primero: volver a la Educación, y no a la simple formación, fomentando
el respeto por la institución educativa. Su Autoridad colectiva deriva de su incuestionable valor y de la Legalidad de su función social. Y de
ella, a su vez, procede la Autoridad
conferida a los que deben cumplir esa función: maestros y profesores.
En segundo término: debemos
activar dispositivos económicos, legislativos y pedagógicos, ineludibles, para
que todos los actores, que están invariablemente implicados en el sistema
educativo, perciban que su cometido es ampliamente valorado y respetado. Al
igual que el profesorado debe responder a esa Dignidad, inquiriendo sin desmayo la Excelsitud, de igual manera demandamos a todo el resto de los
profesionales (médicos, abogados, militares, ingenieros,… etc.) que intervienen
activamente en nuestras trayectorias vitales.
Y, en tercer lugar, en relación
a la familia: debe aplicarse el mismo patrón que al resto de instituciones (Autoridad política, jurídica,… etc.).
En todos los casos, ya
comentados, se hace necesaria una redención de la Dignidad de la institución; una reafirmación de su función social
y, a partir de ahí, demandar la ejemplaridad y la Excelencia a los responsables de materializarla.
La democracia no es
permisividad, sino rigurosidad, que, no obstante, amplifica la libertad y las
posibilidades vivenciales de todos sus ciudadanos. Lo único que nos exige es una
obediencia activa, creadora y valerosa por todo lo estimable. La Autoridad emerge como la refulgencia de
la Excelencia, que se impone por su
propia presencia.
Fuera de cualquier cargo, y
ciñéndonos estrictamente a la PERSONA,
la Autoridad no se
ejerce; se vive con ella… como un regalo.
La PERSONA,
en su máxima Excelsitud (Sabiduría), es Autoridad y, por lo tanto, un referente para el grupo.
Sus instrumentos: la Humildad, la Responsabilidad, la Virtud,
el Respeto, el Agradecimiento y el Amor
infinito que siente por un@ mism@ y, por proyección, por todo el infinito
circundante.
¡No hay mayor Autoridad que la Dignidad de la PERSONA!
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Santiago Peña
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