domingo, 6 de octubre de 2013

SOBRE LA AUTORIDAD


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¿Qué es la Autoridad?

Mostremos unas cuantas definiciones: Poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho; potestad, facultad, legitimidad; prestigio y crédito que se reconoce a una PERSONA, o institución, por su legitimidad, o por su calidad, y competencia en alguna materia.

Y ahora otras tantas acerca del Poder: Dominio, imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar algo; gobierno de un país; mando sobre haciendas, lugares, PERSONAS, animales o cosas. 

¿Son lo mismo, o similares, estos dos términos? Aparentemente sí, pero,… la realidad es otra.

Deambulamos en una civilización/sociedad que consiente un relativismo deforme y degenerado, consecuencia de una pretérita sociedad amordazada, doctrinaria y dictatorial; como, en su momento, fue en el caso de la española. A día de hoy la inseguridad campa a sus anchas y en el ambiente se barruntan tiempos lúgubres y oscuros.  Mires por donde mires se observa una reclamación constante de derechos pero, a la vez, una dejadez ruborizante acerca de las recíprocas obligaciones. Ante tal panorama se hace necesaria la recuperación de la Autoridad (en mayúsculas) como una solución perentoria e ineludible.

El concepto de Autoridad, desde los orígenes de la humanidad hasta la actualidad, deviene desde la base hasta alcanzar la cúspide del Poder; siempre de abajo hacia arriba. Cuando es a la inversa, es simple Poder. Hay que partir de la premisa que, la Autoridad, no es propiedad de ideologías, religiones, sociedades, gobiernos; ni de cualquier tipo de grupo, mínimamente, jerarquizado.

¿Son las actuales democracias (occidentales) las culpables de la quiebra de la Autoridad? Me temo que... ¡sí!

El problema sobreviene de la deficiente base estructural de las actuales administraciones, consecuencia de una falta de legitimidad, provocada por males de sobras ya conocidos:

  • Abuso del Poder.
  • Opacidad en la gestión pública; ineficaces organismos de autocontrol.
  • Deficiencia de democracia participativa (proactividad).
  • Reparto del Poder entre miembros del clan (nepotismo; “digitocracia”).
  • La “meritocracia” está desterrada de los consejos de gobierno.
  • No existe la “cultura” de la dimisión; todos los afectados, en casos flagrantes de corrupción, se aferran al Poder como “gato panza arriba” ¿por qué será?
  • Etc.,…

La noción de Autoridad surgió, en la Roma Clásica, como oposición al de Poder. El Poder es lo efectivo. Una voluntad se aplica a otra por pura  imposición de la fuerza. A diferencia de la Autoridad que se encuentra, en esencia, unida a la Legitimidad, Dignidad, Calidad y Excelencia de un Organismo o PERSONA. Por lo tanto, el Poder no tiene por qué contar con el vasallo. Se impone, sin más; siendo, el miedo, el efecto resultante a esta inarmónica y desequilibrada relación. Por el contrario, la Autoridad tiene que provocar respeto, sobreviniendo en un estado de asentimiento y en una valoración positiva del mérito y un porte en la admiración, a quien reconoce una expresa Autoridad. Por lo que es, desde el Respeto, dónde se debe precisar la Autoridad; que no es más que la condición fundamentadora de este Valor Universal. El Respeto a la Autoridad se asienta en una legítima y equilibrada reciprocidad instituida en la excelencia de las dos partes que la componen: quien practica la Autoridad y quien la reconoce como tal.

Éste es el verdadero significado, que aún conserva el término, cuando venimos a decir: “es toda una autoridad en física cuántica”. De igual modo que se ha desnaturalizado con la subsiguiente muestra: “un policía es el representante de la autoridad”. Si el Poder es merecedor, e indiscutible, nada hay que rebatir. Pero, en cambio, en un régimen absolutista, las fuerzas de seguridad, se mudan en actores del Poder; en definitiva: de la fuerza. Sucediendo, de igual manera, con la Autoridad del Estado: sólo la adquiere cuando es genuino y equitativo; en el caso opuesto es un simple elemento (activo y cómplice) del Poder.

Luego, la percepción de Autoridad, nos sitúa en un estado de Eficacia, Equidad, Excelsitud y, sobre todo, de Dignidad. Por todo ello, tenemos la obligación moral de recuperar la base fundamentadora de este conjunto de Valores Universales que forman, y sustentan, una auténtica democracia.

En síntesis: la Autoridad, es, principalmente, una condición de la PERSONA asentada en la propia Virtud.

¿Por qué a lo largo de la historia se han sucedido personajes que, a igualdad de rango (Poder) respecto a otros, han ostentado más Autoridad? Precisamente porque han mostrado un “Plus de Calidad”, es decir: de Virtud.

No obstante, y por proyección, también, la Autoridad, se designa a los organismos principales, por su función social, como: el Estado, el Sistema Judicial, la Enseñanza, la Familia. En esta situación, la Autoridad no es la acción del Poder, sino el respeto motivado por la Dignidad del cargo. Y esa Dignidad actúa de dos formas disparejas:

  • Unge de Autoridad a quienes integran parte de esa entidad, para que puedan cumplir con sus labores. Por todo ello, los progenitores, docentes o jueces merecen respeto «institucional».

  • Pero, al mismo tiempo, esa Dignidad asignada por el cargo, les obliga a merecerla y a obrar en consecuencia. En definitiva: el deber, irrenunciable, a ser un Profesional ¿Y qué se halla detrás del Profesional? La PERSONA.

Como se observa, el concepto patrón de Autoridad, nos integra -¡a todos!- en un modelo de Excelsitud y Valía. Por esta vertebradora cuestión todas las colectividades deficientemente igualitarias acaban repudiando la llamada Autoridad, porque les cuesta aceptar los múltiples escalafones de conductas y creen que respetar a alguien es una iniquidad antidemocrática. Se emplaza, así, una democracia prosaica, basada en el Poder, en vez de una insigne democracia, basada en la aptitud y el respeto. Por este motivo, y no otro, la crisis de Autoridad es una crisis de la democracia.

¿Qué se debería hacer?


Primero: volver a la Educación, y no a la simple formación, fomentando el respeto por la institución educativa. Su Autoridad colectiva deriva de su incuestionable valor y de la Legalidad de su función social. Y de ella, a su vez, procede la Autoridad conferida a los que deben cumplir esa función: maestros y profesores.

En segundo término: debemos activar dispositivos económicos, legislativos y pedagógicos, ineludibles, para que todos los actores, que están invariablemente implicados en el sistema educativo, perciban que su cometido es ampliamente valorado y respetado. Al igual que el profesorado debe responder a esa Dignidad, inquiriendo sin desmayo la Excelsitud, de igual manera demandamos a todo el resto de los profesionales (médicos, abogados, militares, ingenieros,… etc.) que intervienen activamente en nuestras trayectorias vitales.

Y, en tercer lugar, en relación a la familia: debe aplicarse el mismo patrón que al resto de instituciones (Autoridad política, jurídica,… etc.).

En todos los casos, ya comentados, se hace necesaria una redención de la Dignidad de la institución; una reafirmación de su función social y, a partir de ahí, demandar la ejemplaridad y la Excelencia a los responsables de materializarla.

La democracia no es permisividad, sino rigurosidad, que, no obstante, amplifica la libertad y las posibilidades vivenciales de todos sus ciudadanos. Lo único que nos exige es una obediencia activa, creadora y valerosa por todo lo estimable. La Autoridad emerge como la refulgencia de la Excelencia, que se impone por su propia presencia.

Fuera de cualquier cargo, y ciñéndonos estrictamente a la PERSONA, la Autoridad no se ejerce; se vive con ella… como un regalo.

La PERSONA, en su máxima Excelsitud (Sabiduría), es Autoridad y, por lo tanto, un referente para el grupo. 
 
Sus instrumentos: la Humildad, la Responsabilidad, la Virtud, el Respeto, el Agradecimiento y el Amor infinito que siente por un@ mism@ y, por proyección, por todo el infinito circundante.

¡No hay mayor Autoridad que la Dignidad de la PERSONA!


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Santiago Peña

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