sábado, 14 de noviembre de 2020

LA ESPIRITUALIDAD COMO LA ÚNICA REALIDAD DE LA PERSONA

  
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Después de miles de años deshojados, y de vidas ya olvidadas, las cosechas (inexorablemente) se repiten.  Cualquier acontecimiento ya es pasado y todo se sucede en un nuevo comienzo. Antiguo y nuevo, todo lo mismo.

El mundo real es hálito de vida y nada más. Todos los acontecimientos sucedidos son restos de una realidad cercana o lejana ¡lo mismo da! La realidad es espíritu y los cuerpos en descomposición son nutrientes de nuevas vidas. Lo inferior se nutre de lo superior y lo superior de lo inferior. Nos alimentamos y se alimentan.

El conjunto de vidas, en toda la escala evolutiva (dentro del universo conocido), es una simbiosis harmónicamente cuasi perfecta, pero con una fecha ineludible de caducidad.

Toda batería energética -por ejemplo, nuestro Sol- tiene un término y ese es el trágico destino de lo que llamamos vida. En algún momento indeterminado todo habrá acabado y con ello todo rastro de existencias en nuestra desamparada Tierra habrá concluido.

La ciencia moderna nos dice que los pensamientos y los recuerdos (teóricamente, de procedencia humana) son miles de millones de interconexiones neuronales activadas recíprocamente mediante estímulos bioeléctricos y ¿eso es todo? La conclusión es muy descorazonadora: ¡somos baterías eléctricas! Claro está, según una ciencia desnaturalizada e impersonal. ¡Por supuesto que no somos baterías! ¡Y, menos, pilas de usar y tirar!

 

La espiritualidad como fundamento metafísico de la PERSONA; La espiritualidad como genuino motor de la humanidad
 
¿Por qué somos PERSONAS? El Espíritu es la fuerza; es el impulso vital que nos inspira, y azuza, para poder alcanzar metas superiores. La búsqueda de la Verdad es la Clave de Bóveda del devenir humano; del auténtico Ser. Del Ser en mayúsculas. Del Ser en todo su esplendor y en toda su dimensión. Del verdadero portador de la Luz -No olvidemos que, todos, somos potenciales portadores de la Luz-. El comportamiento, el recto proceder, es la prueba irrefutable del buen camino para, al fin (en nuestro seguro final), encontrarnos con nosotros mismos y, en un juicio unipersonal, abracemos (abracémonos) a nuestra propia faz; a nuestra propia Realidad.

Toda empresa, y todo comienzo, es fruto de un impulso interior individual, o colectivo, pero, al unísono, propulsión hacia una deseada, y bienvenida, conquista del Bien Común. Único universal destino, aparte del programado fin de nuestros días, para, así, dar sentido transcendente al actual sinsentido de nuestras falsarias vidas.

Debemos de conquistar la Verdad. La auténtica Veracidad de nuestras existencias. El Espíritu como motor, y garante, de una fuerza intangible y sutil. La PERSONA es Espíritu como Unidad y es Alma en su Integridad.

En cambio, somos seguidores de desviados caminos; somos discípulos potencialmente honestos, pero castrados de nuestra fuerza vital. Como atributo somos Almas, somos unidades transcendentes y somos guerreros cegados por una ilusoria (y corruptible) luminosidad. Somos angustia y somos entelequia. Somos incompletos, somos Almas solitarias y somos la imperfección del Ser.

Obra de todo ello, es necesario recuperar el Espíritu, el Espíritu Universal, que deberá de dar sentido a toda la Humanidad. Ante esta amalgama de desvaríos, seamos eremitas de la ingratitud; seamos ermitaños de la laxitud; seamos misántropos de la opacidad. Seamos conquistadores de fuego purificador; seamos instigadores de alud de aguas emergentes; seamos hacedores de una catarsis sin fin en diluvio universal y de imaginarios paradigmas en un extenuante fulgor...

Seamos Almas insertadas en el reino natural y seamos Espíritus en el más allá

 

Santiago Peña

 

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domingo, 13 de septiembre de 2020

UN CUERPO LIMITADO, CON UN PENSAMIENTO INFINITO, EN UNA ALMA ETERNA

  

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Una posible definición (filosófica), de ser humano, sería: “un cuerpo (físico) limitado, con un pensamiento infinito, en una alma eterna”.

Esto es la PERSONA, y, éste, es el gran drama existencial de todo ser pensante (transcendente) dotado de un cuerpo, de un pensamiento y de un espíritu. Somos tres aspectos representados en una misma, y única, presencia. O, lo que es lo mismo: somos una misma, y única, Realidad. Por todo ello, la principal tarea de la PERSONA, a lo largo de su corta trayectoria existencial, es la sacrosanta (re)unificación de sus partes para acabar siendo, indudablemente, Una.

Pero, a la vez, somos luminarias y penumbra. Somos luz de un día y somos obscuridad en la eternidad. Somos la llama que alumbra nuestras existencias y somos la oquedad que oculta nuestra orfandad. Soledad de espíritus reencarnados para volver a comenzar. La rueda de la infinitud, alojada en el mismísimo “sanctasanctórum” de unos corazones renacidos y, así hasta el final, de la propia existencia universal:

 

Las lágrimas de Brahman derraman savia de vida, después de eones de un letargo mortecino y sutil. El tiempo, de nuevo, llama al tiempo y, todo, vuelve a empezar. El espacio se encogió, hasta desaparecer. Brahman despertó, una vez más, y el espacio-tiempo, otra vez, reapareció; como siempre, sin pestañear.  La humanidad, invariablemente, resurgió, en un reconstituido barullo, entre mandriles y babuinos; entre cactus y rosas; entre medusas y delfines; entre la obscuridad y la luz.

 

Santiago Peña

 

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martes, 11 de agosto de 2020

SOBRE LA MELANCOLÍA

  

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 La Melancolía como estado transcendente del ser humano

 

La duda de la Melancolía: la alegría y la tristeza, o como estar situado en un estado intermedio entre las dos. Es, por tanto, la frontera que nos lleva a la crisis permanente del ser. De la PERSONA pensante. Del ser existente que se cuestiona a sí mismo y que, a su vez, todo lo cuestiona. Por lo tanto, se puede considerar una Virtud y, como tal, una Templanza. Y, las dos, claves en la consecución del espíritu de la PERSONA.

En cambio, el nihilismo, como antivalor, es una fuerza (innata) destructora de la propia humanidad y es el gran inminente vencedor de la ruina de valores de las sociedades globalizadas en las que (no) nos hallamos. Los falsarios “estados del bienestar” son infiernos aclimatados, y decorados, para pervivir en la sumisión. Por tanto, el melancólico, no es un ser triste ni enfermo. Pero sí es PERSONA en una franca disolución de su unidad. Por todo ello, el melancólico, es un ser amenazado y reincidente de una “enfermiza, y cronificada, terquedad”… El drama de todo ello es: una gran parte de la sociedad nutriéndose de variopintas, y vacías, imágenes envueltas en una escandalosa “alegría” multicolor. El arcoíris en un permanente fulgor. No se viven, ni trascienden, dramas, ni se lloran tragedias de una abandonada comunidad…

Prueba de todo ello: no vende la tristeza; no vende el drama de la soledad; no vende las (crueles) muertes en las residencias de mayores; no vende la pobreza infinita de una gran parte de la población; no vende la aborrecible injusticia social. Nada de eso vende. Y, menos, vende la Verdad.

En contraste: vende la pasajera juventud (una juventud sin referentes y sin el más mínimo respeto a sus ancestros de mediana y/o longeva edad); vende la fétida propaganda; vende los grandilocuentes fastos; vende la “obsoleta” modernidad; vende las fugaces, y resplandecientes, luces de una pertinaz oscuridad; vende la materia evanescente y pueril. Y vende todo lo que no sea Verdad.   

El divorcio con la sacralidad de las cosas nos lleva, irremediablemente, al suicidio colectivo de toda la humanidad. Una humanidad corrupta, acrítica y jactanciosamente “pseudoperfecta”; que nos hemos empeñados en fomentar, airear y consumir. Vivimos del engaño y para el engaño. No queremos responsabilidades y, mucho menos, pensar. Porque pensar significa criticar y cuestionar. Y eso, necesariamente, no es vivir en una búsqueda constante del “anhelado” bienestar.

La Melancolía, como fuerza interior de (re)construcción del ser, es (re)generadora de almas librepensantes; fustigadora de espíritus dormidos, casi difuntos… Es necesario alimentarnos de la infinita luz; de una delicada paciencia. De reconvertirnos en artífices de nosotros mismos. De modestos “magísters” de la sobriedad, de la tenacidad, de la honestidad y de la Verdad. Este mundo, casi extinto, tiene salvación. Desde la prístina sencillez de nuestra inmaculada concepción. En este virginal, e inapreciable, punto se haya la clave de bóveda de nuestra humanidad. Ahora, por desgracia (casi todos), asesinos de otros hermanos. En un deseado (y previsible) mundo seamos salvadores de nosotros mismos: ¡Porque no habrá otro igual!

 

Como punto final, plasmemos una breve pincelada de poesía:

  

Muerte y felicidad; muerte y paz,

El vivir en un mundo de espanto, y terror, no es malvivir,

Es, simplemente, no vivir y, por tanto, un desear morir.

 

¡Vivamos!

 

Santiago Peña

 

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domingo, 28 de junio de 2020

ORIGINALIDAD Y CREACIÓN


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La peculiaridad del acto define a la PERSONA. El acto es creativo cuando se acuña, en él, el sello de la distinción. Es decir: gracias a la diferenciación nos distinguimos, y caracterizamos, respecto a los demás. La particularidad del individuo marca su identidad… y se dice de él que “es una persona con personalidad”, valga la, aparente, redundancia.

Es más: si todo acto, supuestamente creativo, viene precedido por una incuestionable originalidad se confirma, por parte de la sociedad, que ese objeto es, ciertamente, una Creación. Por lo que:

La originalidad es la señal distintiva de la verdadera creación

La distinción es signo de diferencia o la caracterización de su individualidad. El creador insufla su espíritu y parte de su esencia: la obra (pictórica, arquitectónica, literaria,… etc.) pasa a poseer su propia identidad o Alma. Prueba de ello, la Creación enajenada, adquiere “vida propia”; reivindicándose en su singularidad y se dice, de ella, que “¡es única y no hay otra igual!”.

En cambio, la repetición de un objeto, inicialmente admirado, pasa a ser una copia y deja de ser, obviamente, una creación. Sin Alma; sin identidad.

Este ejemplo de desnaturalización de las cosas se ha trasladado, desde el ascenso imparable del consumismo capitalista, a todos los ámbitos de la sociedad occidental. La homogenización, y globalización, de civilizaciones enteras son síntomas de decadencia, de servilismo y de esclavitud. De una esclavitud solapada, ponzoñosa y sutil.


La singularidad del creador como respuesta a la vulgar imitación


Por todo ello, y una vez más, aprendamos de la Naturaleza:

·         En ella, la aparente destrucción de algo, es una permuta o transformación.
·         Ella misma es pura creación.
·         En la Naturaleza no hay nada igual.
·         Por lo que nada, en ella, se repite.
·         Todo encaja en su manto terrenal.
·         Y, evidentemente, en la misma Naturaleza nada está de más.


Tras las innumerables bondades que nos “dispensa” la naturaleza (y no, a la inversa) he llegado a la amarga conclusión -¡en un sinfín de ocasiones!- que (los humanos) somos los únicos que estamos de más en este atribulado mundo: por ser los verdaderos (y únicos) artífices de todos los desastres medioambientales y de todo lo que nos ha sucedido, nos sucede y nos sucederá. No todo es destruir para volver a (re)construir. Después de todo lo que estamos (trágicamente) viviendo, y percibiendo, es urgente cambiar desdibujadas, y aborrecibles, fórmulas económicas, sociales y culturales, para, así, poder llegar a recuperar -¡a tiempo!- al ser humano en su Naturaleza Primera; aplicando (en él y en el entorno) soluciones más creativas, más genuinas, más respetuosas con el medio, más sanas y, por fin, más humanas: ¡La Naturaleza nos lo agradecerá, y nosotros mismos  también!


Santiago Peña


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