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La Tradición
es una percepción que despierta infinidad de opiniones
previas y obstinadas, por lo general desfavorables, acerca de algo que,
ordinariamente, se desconoce entre aquellos que
se suponen progresistas (y, por ende, abiertos) y que ven la modernidad desde
una visión presumiblemente objetiva, en una historia lineal; siempre en
progreso (apartándose de toda ligazón con lo heredado) en una victoria sobre un
supuesto oscurantismo, y barbarie, que, erradamente, equiparan como una rémora,
o carga, que es necesario abandonar en el itinerario vital.
Es indudable que el ser moderno es un necio a la
hora de (no) razonar acerca de la Tradición;
que se halla despojado de un ideario fundado demostrativo, y a cualquier altura,
para poder discernir, o llegar a entender someramente, un conocimiento tan ajeno para los que transitamos
en el orbe actual. Espíritu y
modernidad emergen antitéticos en un estado permanente de repulsión; propios a universos
y entornos muy diferentes. El Espíritu
es el soporte y fuste de toda gran misión civilizadora: sin la excelsa participación
de esa potencia principal, que alimenta magnos propósitos y erige culturas, nada
tiene asegurado un mínimo de durabilidad, nada consigue dilatar su presencia allende de un efímero
y banal recorrido temporal. El fruto material es una imagen
reflejada de algo superior, de lo Espiritual, y en el momento que repudia de ésta la vida, y la
existencia misma, se limita a una vacía sucesión de vicisitudes anodinas, de
disputas, desafíos y, en definitiva, de caos.
Coexistir en un universo desnaturalizado, castrado de Espiritualidad, sin la cíclica acción de volver a su primer estado; las ligaduras sacrosantas con lo inveterado y el Supremo Principio, nos arrastra, irremisiblemente,
a un orbe sin Centralidad; y en el que
las genéricas cualidades de una sólida
trayectoria vital, compensada y sentida satisfactoriamente, son abortadas. La
actual modernidad es la palmaria muestra de esa mutabilidad e inarmonía que señorea,
porcentualmente, a una escala particular, al igual que social, desde una aparente
y artificial libertad; así como la planificada demolición de los lazos patrios,
arroja a ese "humano"
moderno al tártaro y a la destrucción de la misma Humanidad. Esa es la fatal meta de un mundo sin Historia, sin Valores y sin Tradición.
La Tradición no se puede subordinar
a las legas y prosaicas disquisiciones de aquellos que ignoran sus enunciados. El
discurso razonado y el método empirista adolecen de esa Autoridad y firmeza que les confiere la ciencia y la ideología de la
modernidad. Más allá del imperturbable positivismo
de los que observan con rigor las normas clásicas y sus supuestos estudios imparciales, la Tradición
se circunscribe en el entorno de otras jerarquías (metafísicas), en que para ser
conocedor del mensaje Universal, y Trascendente, es menester de otros materiales
muy distintos a los de la moderna ciencia: la intelección del Todo actúa y participa con la PERSONA mediante el Símbolo, y éste, a su vez, se haya incrustado
en la Naturaleza, en las costumbres,
en los arcanos y en los mitos que, manejando
diferentes armazones, se nos han ido transfiriendo
desde lo arcaico, desde el origen mismo de la Humanidad.
Santiago Peña