sábado, 29 de diciembre de 2018

CÓDIGO; FAMILIA; DEBER


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El Código, o las reglas, son un conjunto de compromisos (escritos o verbales) de todos con todos. Pasar de ser una manada, pretendidamente organizada, a un clan, o una comunidad integrada por PERSONAS, conlleva un comportamiento, o conducta, lo más encomiásticamente posible. En primer lugar con uno mismo, seguidamente, con los parientes más cercanos y, por último (y no menos importante), con el resto de los miembros de esa misma sociedad.

La Familia es la unidad primordial dentro de una comunidad. Y es la base en la que se sustenta todo principio decididamente civilizador.

El Deber, o suma de deberes, son la relación de obligaciones a consumar con la Familia y con el resto de familias que sustentan la mencionada comunidad.


Ley y Obediencia


La Ley es el conjunto de reglas, o códigos, a cometer por cada uno de nosotros en beneficio de la totalidad de la sociedad.  Por tanto, esas leyes, se deben de acatar. Una comunidad no es viable si no se cumple, estrictamente, la Ley. Todos debemos de obedecer, sin exclusión. Pero, no todos tenemos el mismo nivel de responsabilidad a la hora de hacerla cumplir. Con ello no se pretende relativizar el grado de cumplimiento. La asunción de la misma deviene de la jerarquía social de cada uno de nosotros. Es decir: la obligación de un legislador, o de un jerarca, para con la Ley, es superior al de un simple miembro de la comunidad. El rango social conlleva una cuota de responsabilidad variable (de menos a más) en el mismo. Como ejemplo notorio: un Jefe de Estado debe de ser un referente en todos los aspectos de la vida, tanto en el ámbito privado como en lo público. El principio de autoridad de ese distinguido personaje se sustenta, precisamente, en la supuesta, y exigible, calidad de sus actos, y no tanto en cuanto (o no debería de ser así) en el origen de su cuna, currículum académico y/o profesional.

Prueba de todo ello, el origen (protohistórico) de la aristocracia (o gobierno de los mejores), parte de ser, implícitamente, unos estrictos cumplidores de la Ley, o así debería de ser. Como detalle clarificador, dentro de toda naciente milicia, el Código de Honor es un depurado,  plateresco y causa primera de la PERSONA de bien, o Dirigente, de una aspirada sociedad consolidada. Así mismo, es sabido que las primeras civilizaciones históricas se estructuraron a partir de un disciplinado, e indiscutible, caudillaje religioso-militar.


Siempre hay algo más allá de uno mismo


Este enunciado es principio rector, y fundamento, de lo que entendemos como un comportamiento Ético. La libertad de un individuo, o grupo humano, no se puede imponer a la de otro sujeto o conjunto de PERSONAS. El mundo de uno no tiene porque ser, esencialmente, deseable para el otro. Pues, el Valor de las cosas no es medible, al igual que el amor y la felicidad. Así, todo espíritu redentor es inspirador de valores eternos; generador de actos sublimes, y excelsos, para el resto de la sacrosanta, y sempiterna, humanidad.


¿Cómo podemos llegar a humanizar para que lleguemos a ser realmente humanos?


Más que formarnos en tal o en cual disciplina  académica debemos llegar a dominar, de una forma natural y armónica, el Arte de la Educación. No solamente el aprendizaje de un conocimiento tecnológico nos llevará a un anhelado nivel de indudable prosperidad. La riqueza no existe si viene acompañada de la inevitable pobreza. Son los recursos y nada más que los recursos, tanto materiales, en menor medida como, evidentemente, los espirituales los que nos arrancarán de las garras de la infame miseria para, precisamente, elevarnos en un justo, y equiparable, estado de bienestar.

Resumiendo: un dirigente es reconocido como tal cuando es capaz de proyectar una categoría moral, ética y espiritual por encima del resto de la comunidad. No obstante, los necesarios conocimientos, y la vivencia profesional, se le suponen.

Por todo ello, la efectiva prosperidad de un pueblo, se deberá de medir en la CALIDAD de las PERSONAS que lo conforman; substanciándose en una inestimable categoría humana y por ende espiritual.


Santiago Peña

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domingo, 25 de marzo de 2018

ESPÍRITU SIN TIEMPO; RAZÓN SIN LUZ


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La ciencia y la tecnología son hijas del tiempo, y no de la Luz. Nada hay de eterno en el progreso y en la modernidad. Lo efímero es señor del desarrollo (o retroceso) de la imperfecta humanidad. Todo supuesto avance, dentro del exclusivo (y excluyente) ámbito de la materia, nos acerca a un descorazonador vacío existencial.

Toda creación del Alma esta fuera del tiempo y de la racional comprensión. Emergiendo y llenando por doquier, por ínfimos y perdidos,  todos los recovecos del ser. Ocupando espacios sin dimensión; apartando, de un plumazo, la infesta negritud.

Toda entidad física nada nos aporta, por mucho que nos diga; solo llena, fugazmente, vacios sin plenitud. Nos ahoga, y asfixia, en el piélago de la inmediatez y de la vil necedad. Nada bajo el Sol. El mar, el inmenso mar, testigo de sinsabores y de la tosca parquedad y de la ingrata liviandad. Océano de corazones maltrechos y rotos. Torturados en laboratorios de artificio y paradigma de la orfandad.

Antes del primer destello todo era negritud, por lo que, la penumbra, precedió al albor. ¿Existe la nada en el infinito universo? En el hipotético caso que "así fuese" sería bajo la indescriptible ausencia de la Luz. La omnipresente Luz fue, posiblemente, la primera manifestación de lo que llamaríamos "Existencia", o Ser. Con infinitésima posterioridad surgió lo que conocemos como Universo.

Como experiencia sublime, de carácter personal, no hay superior representación de la Realidad que la quietud de una obra pictórica. El movimiento, aparte de encarnar la mayor expresividad de la vida, nos aboca inexorablemente a nuestra propia extinción. Todo movimiento deviene de un origen y nos conduce a un preciso final.

La totalidad del tiempo no indica ser imperecedero, si no que la infinitésima fracción, del mismo, es la perennidad. Por lo que las formas, en ausencia de movimiento, desvelan a la genuina Eternidad. En cambio, lo efímero, es un subproducto de la permanencia. El conjunto de (efímeros) procesos cíclicos es prueba palpable de la inmutable perennidad. La Realidad se "materializa".

No obstante, la Realidad "material" no es la única posible. Es probable que subsistan incontables realidades. Es decir: tantas como infinitos receptores. Por lo que deberíamos entender que son todas y cada una de las que nuestros limitados, y rudos, sentidos sean capaces de percibir.

En nuestra humana, y breve, existencia somos espíritus intemporales, intentando razonar, vivir y transitar en una era sin Luz, y de la obscena glamurosidad. Todos nosotros apartando, torpemente, los escombros de tiempos ya caducos. Olvidados, y abandonados, en la platónica caverna de la hastía laxitud. Saturados de Imágenes sin Luz. El averno, todo él, ocupando soberanos, pero limitados, espacios. Taimadamente usurpados a la humana mezquindad. Se dice, y se propaga, que el humano ya no es humano. Lo llaman, hábilmente, posthumano. Yo diría: ¡un pusilánime servil!

Esclavos, en cadenas doradas, en  argollas plateadas y en esposas de marfil. Trabajo sin pundonor. Descanso en un quebranto. Diversión por doquier; sin tiempo para la reflexión, sin amor y sin Luz.

Desde de los pasajes de la devastación, despojada obstinación al sinsabor; diáfana gestión en una superior restitución.

¡Emerjamos como albures de nuestros destinos!
¡Emerjamos en inspiradores irredentos de movimientos perpetuos!
¡Emerjamos en el Todo, emerjamos en el Uno y emerjamos en la Infinitud!


Santiago Peña

 

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domingo, 25 de febrero de 2018

LA PAZ Y EL CAMINO


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La Paz sea con todos nosotros

En la soledad del caminante, quien tiene fe (en el más alto o en uno mismo), nunca se pierde. Quien está en paz jamás perderá su camino.

Hay un hecho incontestable; axiomático; espiritual (¿consustancial o intuitivo?): Los no nacidos poseen la totalidad del conocimiento del Universo pero, justo antes de su nacimiento, lo olvidan. La sabiduría que, en el claustro materno, nos fue otorgada puede ser recuperada a lo largo de nuestra propia vida. Depende, únicamente, de cada uno de nosotros. Por este místico motivo tenemos nuestra propia senda. Nuestra única, y exclusiva, travesía. En algún momento de nuestra existencia, posiblemente, la compartamos con otros viajeros; con otros peregrinos. Y, así, hasta el fin de nuestros azarosos días.

Al final del camino nos espera el imperturbable destino. Sin inmutarse. Enjuto, mayestático; único. Cruzando montañas, flanqueando valles, navegando por mares, surcando el cielo, transitando por desiertos; hasta alcanzar el último punto. Plañideras, de punto en blanco, nos brindarán sus lamentos y panegíricos.

Hay que saber ver con los ojos del corazón. Lo demás es un sinsentido.

La Paz sea contigo

Es necesario encontrar lo que todos nosotros hemos perdido: la inocencia. Ella, es pura sapiencia y es la savia, límpida y cristalina, del no nacido. Líquido perfecto; líquido translúcido. El nonato, dentro del útero, no sabe que es tener miedo, porque no conoce la luz, el brillo de las infranqueables estrellas, la majestuosidad de las altas montañas, de los grandes mares, de los jardines rebosantes de hermosas flores y la calidez vivificante de un sol ardiente. Nada sabe de este mundo, ni de sus desvaríos. Solo conoce la dulce penumbra de su templada, y susurrante, caverna. Frente a todas estas maravillas, una gran mayoría, seguimos encerrados en esta pertinaz, y feroz, tiniebla nocturna. Por este primordial motivo se tiene miedo a la puntual muerte. Pero, ¿qué sabemos de ella? ¿Qué sabemos de su siniestra figura?

La muerte no es el final de algo porque no tiene principio. Es necesario despojarse de corsés y de corpiños. Y, al final (y solo al final), poder vestirnos con nuestras mejores galas; con nuestros mejores linos.

La Eternidad nos espera,
Nos espera en una boda de caracolas y mirlos.
 
Todo es luz.
 
La Paz sea con todos nosotros,
La Paz sea contigo.


Santiago Peña


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domingo, 11 de febrero de 2018

SOBRE EL HACER Y LA FORJA DEL DESTINO


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El hacer, previsiblemente en la genuina base del Libre Albedrío, implica riesgos imprevistos. Por lo que todo logro es fruto de sacrificios no confesados y no, necesariamente, merecidamente recompensados. De la misma manera que el "premio" no es certificado de nada, el título no acredita tener oficio.

Una obra primorosa, y libremente ejecutada, alumbra (en su supuesta bondad) esperados caminos, inadvertidas cunetas e inevitables designios. La misma ennoblece al artista y regocija a espectadores y adjuntos. Toda ella, ciega, por su fulgor, a "torquemadas" y satura a críticos (y obstinados) enjutos.

Todo suceso es un encadenamiento de obra y suicidio. Todo destino puede surgir de un comienzo algo diferente y no advertido. Todo origen es inicio de algo que no está escrito en pensamiento humano pero, sí, previsto. Debería ser no muy distinto de su primer segundo. No obstante, lo terceros pueden desmentir a los anteriores sucesivos. Por todo ello los primeros que, nacieron de un esperanzador súbito, desaparecieron en el mar de olvido. Cálido, temeroso y algo oculto. La luz de sus penachos debería de encumbrar al más antiguo. Caleidoscopio sin brazos; amalgama de vómitos. ¡Fuegos fatuos en un pestilente delirio!

Tenues alfombras cubren pavimentos y pisos. Pávidos y exóticos. Los primeros fueron víctimas de un sino que, sí, estaba escrito. Ni una estrofa, ni un punto. No hay sitio final porque no se encuentra al primogénito. Los segundones no buscan, no encuentran y no siguen a su primer filogenético. Los terceros, una vez más, desmienten a los que les precedieron. Decíamos que no podían ser los relegados primeros pero, sí, los irresponsables segundos.

El primero, recordémoslo, surgió del hacer de uno ¡que ya es difunto! El segundo se dejó, miserablemente, en una inercia sin brida y sin tino. Terceros, cuartos y quintos, perdidos por la insolvencia del pusilánime segundo.

Hay que seguir haciendo sin tener en cuenta a los detestados íncubos. En un impulso perpetuo, encumbrémonos en inaccesibles pináculos; dotémonos de titánica fuerza, de la inconmensurable templanza y de una inalterable constancia.

Permanezcamos en un viaje eterno, de aperturas lumínicas; de lanzas rítmicas, perforando vivencias destempladas y paupérrimas; cenizas sobrevenidas, heredando fuegos abortados, no iniciados, y ya extinguidos.


¡La Luz de la existencia no luce por ser vida, si no por ser Espíritu!


Santiago Peña


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