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No se puede ser negador de cualquier
corriente cultural, por mucho que no la comprendamos, pero sí de una sospechosa
mediocridad. Las actuales generaciones tienden a la protesta y al arrebato, no
al prejuicio ni a la desolada ironía. Hay que interesarse activamente por todo
cuanto tenga Valor, sin importar
donde éste se halle. Y si seguimos sintiéndonos renovadores es porque previamente
habíamos asimilado y Amado,
inclusive, aquellos Valores hacia
los que hoy en día íbamos a apartar, o renovar, con sagrada devoción. Hay que
seguir apoyándose vigorosamente en ellos para poder así tomar impulso y arrojarnos
más allá, en envite escrupuloso, al abordaje de nuestro destino. No os asombremos,
pues, que hoy hagamos un sincero Panegírico
de la Tradición. Renovación,
Conservación y Tradición. He aquí
tres vocablos semejantes, cercanos; diríamos inverosímilmente gemelos.
Por lo que, desde una visión acrítica y abierta al cambio, se aprecia, por el contrario, que la vitalidad
de una Tradición depende de su
capacidad para poder Renovarse;
pudiendo mudar su forma para adecuarse a nuevos entornos y espacios; Conservarse. Es decir: una Renovación Permanente sin disipar por
ello su genuino significado.
E inmediatamente la Tradición, no enhiesta sino tendida, la que nos recoge y ampara como
ánimo y fraterna imitación desde nuestros flancos, justo al paraje redivivo de
nuestro Camino. Nuestra PERSONA solo adquiere su auténtica singularidad,
junto a los demás, frente al prójimo, junto al hermano. Cuanta superior eficacia
tenga ese grupo humano en el que nuestra naturaleza se forma, cuanto mejor para
nuestras Conciencias.
Hablemos, por tanto, de Fidelidad, de Camaradería, de Fraternidad,
de Unión y, también por qué no, de Diferencia.
En definitiva, la PERSONA, es, así, un orfebre, un modelador de tierras; un espíritu que
se expresa por su boca: el de su raza, el de su Comunidad, el de su propia Tradición.
Con las dos extremidades ensartadas en la incorrupta tierra, un torrente maravilloso
se concentra, se aglomera bajo su porte para corretear por su cuerpo y elevarse
por su lengua. Es, a la sazón, la tierra misma, la tierra recóndita, la que centellea
por ese cuerpo ardiente. Pero en otras ocasiones la PERSONA se ha desarrollado, en este momento hacia la cúspide, y con
su frente empotrada en el astral techo habla con verbo sideral, con universal eco,
mientras está concibiendo en su torso el hálito mismo de los celestiales cuerpos.
Todo se hace entrañable y partícipe. El pequeño insecto, la hebra de pasto
dulce sobre la que su carrillo otras veces dormita, no son diferentes de él
mismo. Y él puede razonarlas y curiosear su esotérico sonido, que primorosamente
es apreciable entre el murmullo del estruendo.
No creo que la nueva PERSONA sea definida primeramente por su quehacer de orfebre. La
perfección de su tarea es progresivo empeño de su obra, y en nada valdrá su misión
si ofrece una torpe o impropia faceta a los semejantes. Pero la vacuidad no
quedará amparada por la obstinada terquedad del pulidor de aleación yerma y desolada.
Unas PERSONAS
son agitadores
de "inmensas minorías". Son
buscadores impenitentes de la Verdad,
de la Belleza y de la Luz (no interesa la dimensión) que se conducen
a la PERSONA observando, cuando se significan,
a delicadas tesis precisas, a depuradas arbitrariedades; a derramadas fragancias,
del sujeto afable de nuestra puntillosa cultura.
Otras PERSONAS
(tampoco interesa la dimensión) se conducen a lo Eterno de la PERSONA. No
a lo que cultivadamente difiere, sino a lo que substancialmente adhiere. Y si lo
descubren rodeado de su contemporánea cultura, perciben su inmaculado desnudo brillar
imperturbable bajo sus extenuados atavíos. El Amor, el desánimo, la inquina o la expiración son inalterables. Estas
PERSONAS son PERSONAS primordiales y hablan a lo esencial, a lo esencial humano.
No pueden sentirse simples trovadores de "inmensas
minorías".
Por este principal motivo la PERSONA tiene, como indico, propensión
expansiva. Aspirara difundir a partir de cada torso hermano, pues, en cierta
forma, su verbo es el verbo de la Comunidad,
a la que la PERSONA entrega, por un momento,
su boca apasionada. De modo que la obligatoriedad de ser comprendido. Pero desde esa franja de genuino envío, la PERSONA hace la vivencia, ciertamente maravillosa,
de conversar de distinta manera a otras PERSONAS
y de ser por ellos entendido. Y en aquel momento sobreviene un hecho insospechado.
La PERSONA se ubica, como por ensalmo,
en una ciencia que, parcialmente, le es ajena, pero desde la que percibe con
naturalidad el latido de su propio corazón; que de esta manera se significa y mora
en dos espacios de la sustantividad: la propiamente dicha y la que le dispensa
el novedoso refugio que le alberga. Por lo que continúa siendo indudable, me parece,
vuelto del revés, y referido, no al receptor, sino a la PERSONA. Así mismo la PERSONA
se percibe como esos seres de los pensamientos nocturnos que tienen, intachablemente
empatadas, dos naturalezas diferentes: Así la PERSONA transcrita que percibe
en sí dos entes: el que le asigna la nueva vestimenta oral que ahora le arropa
y la propia auténtica, que, por debajo de la ajena, todavía está e incita. No
obstante, después de una extenuante expansión siempre sucede una contracción.
La PERSONA no puede, fruto de su
propia naturaleza, permanentemente expandirse; es necesaria una contracción
para poder seguir haciendo grande su Alma
Eterna. La PERSONA es PERSONA por respetar cíclicamente las
alegrías y las penas; la sequedad y la lluvia; la muerte y la vida; la noche y
el día. El mundo es Uno, pero las
representaciones infinitas.
Concluyo así mereciendo para la PERSONA un altísimo destino: la de anhelar
en su ser la firme voluntad de Solidaridad
con el resto de la Humanidad.
Santiago Peña