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La transcendencia de nuestro espíritu va más allá de (nuestro) Dios (interior)
Reflexión (razonamiento), fantasía (imaginación) y fe (creencia). Por el simple hecho de razonar, imaginar o creer en su posible existencia ¡lo que se halle! ya se la estamos otorgando.
Es decir que, si a través de una pura reflexión, de una iluminada imaginación (también llamada: revelación divina) o de un verdadero acto de fe, me planteo la posible existencia de Dios, en gran medida, ya se la estoy concediendo… ¿Por lo que, si pienso, imagino o creo en Él, quién me puede refutar su existencia?
Tomando como base una visión estrictamente antropológica, si nos planteamos que Dios es un puro concepto o reflexión sin ninguna realidad inmutable fuera del pensamiento humano, lo estamos situando por debajo de nuestra capacidad creadora de infinitas realidades.
Por lo tanto, la existencia de Dios es:
A) Un puro acto de razonamiento, para muchos.
B) Una imaginación desbordante, para otro importante grupo.
Y
C) Un íntegro acto de fe, para otros tantos.
Si doy por hecho que existe, existirá. En cambio, si discuto su existencia o simplemente asevero que no existe, para muchos seguirá existiendo, porque por el simple hecho de cuestionarlo (en la duda) estoy reconociendo su propia existencia. En cambio, dejará de existir en el momento que nadie piense en Él. No obstante, en el preciso momento que cualquier ente pensante esboce nuevamente su existencia, existirá. Si es de índole reflexiva, se dirá que es racional; en caso contrario, si es irreflexiva, se entenderá como un acto de fe o como una más que evidente “revelación”.
Dios como clave coercitiva de la Libertad de la PERSONA.
El miedo a lo desconocido, como más significativo, “genera” por parte del hombre (y del colectivo) un ente espiritual todo poderoso, que todo lo sabe, que todo lo entiende, que todo lo juzga,… A partir de ese preciso instante pasamos de ser seres “indefensos”, pero libres, para pasar a ser individuos “protegidos” pero subyugados: “Yo me someto a un ente superior; pero, a cambio, me siento preservado”.
El pensamiento del hombre (al ser consciente de su existencia, de la soledad que nos infunde la inmensidad del universo, de tener miedo de su propia libertad, de causarle pavor el final de sus días y, lo más paradójico, de su infinito potencial) concibió la figura del Ser superior como a un “Padre” protector y, a la vez, castrador de su independencia.
En el momento que nos encomendamos a (nuestro) Dios (interior) dejamos de ser dueños de nuestro destino, perdemos nuestro libre albedrio y reglas morales interesadas se entretejen para dar sentido al acomodaticio engendro existencial; otros (“mejor preparados”) interceden ante el Señor para tranquilidad del resto de los vulgares… y así “vivamos todos mejor”.
¿Cómo es el Universo realmente; cómo lo percibimos y cómo lo interpretamos?
Si, en mi potestad y en mi infinita potencialidad, me considero un fiel intérprete del Universo por haber alcanzado unas altas cotas de maduración intelectual/espiritual (porque todo lo entiendo, todo lo acepto, todo lo conozco, todo lo abarco, todo lo puedo,…) la figura de Dios es irrelevante.
El Universo que cada uno de nosotros (subjetivamente) conocemos, y en el que nos desenvolvemos, es uno de tantos de los infinitos universos que existen; por lo tanto no es el único ni, consecuentemente, el verdadero. Este Universo antropomórfico es “nuestro Universo”, porque así lo percibimos y así lo interpretamos.
De igual manera, Dios es “nuestro Dios”, porque así lo percibimos y así lo interpretamos. Como seres virtualmente capaces de crear mundos perfectos e infinitos, a partir de nuestra manifiesta imperfección e incluyendo (o no) el concepto de Dios, nuestra transcendencia se sitúa a un nivel marcadamente superior al de la deidad expresamente recreada… Por supuesto, ante esta aparente paradójica situación, niego la mayor (“Dios creó al hombre”) y afirmo con rotundidad: “El hombre creo a Dios”.
Partiendo de este principio metafísico transcendente, el contenido jamás podrá ser (u ocupar) la totalidad del continente; toda reflexión, toda imaginación (revelación), toda fe, vendrá determinada por la capacidad cognitiva (o fuerza de espíritu) de la PERSONA en sí.
Antes que cuerpo (materia física limitada) somos espíritu. Si fuésemos capaces de despojarnos de los límites temporales y físicos de nuestro envoltorio corruptible, y que determinan al Ser supremo que todos llevamos dentro, seríamos Dios. Por lo tanto, Dios (como proyección, encarnación y representación infinita del hombre) será infinito en todos sus atributos. Con esas mismas propiedades que el hombre “le ha otorgado” (no tiene principio ni fin, es todo espíritu, todo lo sabe, todo lo puede, todo lo ve, todo lo juzga,...) automáticamente se le “libera” de las restricciones propias del género humano, como es el de la finitud, y se le sitúa por encima de consideraciones morales, como el principio del bien y del mal, y de todo el resto de limitaciones inherentes a la condición humana.
Es posible que los teístas cuestionen radicalmente mis reflexiones por ser aparentemente contradictorias: de la imperfección de la PERSONA no puede surgir la perfección de la DIVINIDAD.
A partir de aquí (y según las dos grandes escuelas filosóficas que tratan sobre el concepto de Dios como ser único, cósmico e inmanente), se dirá:
A) Según el panteísmo, tanto la naturaleza como la totalidad del Universo es Dios; en consecuencia estoy demostrando su propia existencia.
Y
B) Según el monismo, desde lo material, el universo es uno; desde lo espiritual, todo es pensamiento, todo es conciencia y de igual manera a Dios se le representa por la unidad.
La PERSONA es fruto, y un elemento más, del Universo conocido; a todo ello, y en una cuasi perfecta armonía, lo llamaremos COSMOS. En tanto en cuanto, COSMOS es un todo, es la unidad y el infinito. La PERSONA, en su esencia, es limitada e imperfecta, pero no en su capacidad infinita de abstracción; nuestro pensamiento es infinito, excelso, sublime, perfecto…
La humanidad, en su evolución constante (a pesar de los vaivenes retrógrados y persistentes), debe, y deberá, tender hacia la perfección; razón última de nuestro ajetreado destino existencial.
En síntesis: todas las filosofías, teologías y cosmologías existentes (de las que nos hemos servido a lo largo de estas cien últimas centurias, para así poder interpretar el origen y evolución del universo, como de igual modo, el porqué, de la existencia de Dios) han sido íntegramente concebidas e interpretadas por la mente del hombre, auténtico arquitecto del Universo y hacedor de Dios.
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