sábado, 27 de abril de 2024

SOBRE LA MUERTE DE LOS SERES QUERIDOS

 

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No hay eternidad más bella que la propia venida de la muerte

 

La ausencia (material, ya acaecida) de un progenitor implica maduración y, la consecuente, licenciatura en la vida. Se es encadenamiento y la presencia vital se reivindica. Se es parte de ese ser, irremediablemente, desaparecido, pero no olvidado. El tiempo, sin demora, da continuidad a través del vástago: porque, el sucesor, en parte, es su antecesor. Al final, no deja de ser una naciente porción de la culminación de esa PERSONA¡La vida sigue; así es el destino!

En contraste, la desaparición física de la pareja es sufrimiento, fragmentación de atributo y lenta reparación; un imperecedero recuerdo de por vida, pero, de una forma u otra, uno, sigue siendo uno mismo. Una primera etapa de desgarrador padecimiento, infinita soledad, desesperación. Guía, acompañante y confidente, se desvaneció entre los dedos. Abrazos sin respuesta e infinito dolor. Los años mitigarán tanto daño pero, ¡jamás el recuerdo de alguien que conllevó alegrías, penas y desvaríos! El tiempo todo lo cura… (O, no) ¡La reconstrucción está de camino!   

En cambio, la privación de un(a) hijo(a) es el truncamiento de una obra preconcebida: parte de ese ser primero muere a través de él (ella). Los padres son origen, y su descendencia, continuidad y final de ellos mismos. Si esa esperada, y lógica, prolongación colapsa, se produce una ruptura temporal cuasi irreversible del yo más intrínseco. La perennidad se hizo presente y se desorientó en el camino. La vida (ya) no tiene sentido; nunca más volverá a ser su misma naturaleza. ¡Nunca más, lo repito! El infinito se envuelve en un mar inhóspito, de montañas inabordables y de barrancos enjutos. Ni la luz es capaz de penetrar en ese particular bosque de sombras y difuntos. De almas antecesoras, extraviadas en su esencia más íntima. De una amarga vivencia, periclitada en vida. Las noches y los días, recordarán, que una parte de ellos, se disoció de ellos mismos.

También existe -¡por supuesto!- el quebranto de (lo que consideraríamos) un (verdadero) amigo. Muy pocos, en la mayoría de los presentes. –Hay que reconocer que es un término que cuesta expresarlo con agrado-. De conocidos, la mayoría, dispone de muchísimos. ¡Ah, pero de amigos! Eso,… eso ya es otro capítulo, que queda celosamente custodiado en un rincón de nuestros pensamientos más íntimos. Repito: ¡pocos, seguro! La pérdida de esos seres tan especiales; tan iguales y tan distintos, nos iguala con el altísimo. De compartir alegrías y condenas; de aficiones y monsergas; de mismas latitudes y de distanciamientos con pena. No hay destrucción ni reconstrucción; solo nos queda recuerdos difusos, causados por el paso del tiempo, pero una memoria acompañada de épocas mejores hasta el final de nuestros caducos días.    

En definitiva: el no compartir el don de la longevidad, con el resto de la humanidad, no deja de ser una condena. El (insufrible) paso de los días demuestra, irremisiblemente, el desvanecimiento programado de nuestras propias vidas. Por lo que, no hay más gracia superior que una (anhelante) ancianidad compartida. El participar de vivencias con los seres amados (familiares y auténticos amigos) y, con el tiempo, asistir, irreparablemente, a sus propios sepelios, no deja de ser una insoportable maldición de la propia vida. Por todo ello, y después de todo,

 

No hay muerte más bella que la propia venida de la eternidad

 

Santiago Peña
 
 

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